martes, 24 de mayo de 2016

María, Auxiliadora de los cristianos


         Desde las Bodas de Caná, en donde la Madre de Dios intervino intercediendo ante la Santísima Trinidad en favor de los esposos, para que Dios Hijo fuera autorizado por Dios Padre para realizar su primer milagro público, para manifestar el Amor de Dios Espíritu Santo para con los hombres, la Virgen se ha constituido en “Auxiliadora de los cristianos”.
         De entre todas las numerosísimas ocasiones en las que María Santísima ha acudido en auxilio de los cristianos con su ayuda maternal y sobrenatural, se destacan dos intervenciones suyas en las que toda la cristiandad es la que se pone a salvo gracias a su intervención; aunque hay una tercera que, podemos decir así, se encuentra en curso, debido a que se refiere al fin de los tiempos. Es decir, la particularidad es que dos de ellas ya sucedieron en el tiempo, mientras que la otra está en curso. La primera, la que ya se dio en la historia, es la derrota, por su intercesión, de las tropas turcas musulmanas que, en número muy superior, estaban a punto de invadir Europa, para imponer por la violencia el Islam y la ley de la sharia, destruyendo todo vestigio de catolicismo. Se trata de la famosa Batalla de Lepanto, en la que la cristiandad venció gracias a la intervención de la Madre de Dios, luego de enfrentar a los turcos musulmanes por las armas, pero sobre todo, haciendo frente con un arma infinitamente más poderosa que las armas materiales, y es el arma espiritual del Santo Rosario. En efecto, en esa oportunidad, el Santo Padre Pío V, ante la inminencia del ataque musulmán a la Europa católica, ordenó que, además de hacer frente a la invasión con la flota de las naciones católicas europeas, toda la cristiandad rezara el Rosario pidiendo el triunfo de las armas cristianas, lo cual finalmente sucedió el 7 de Octubre de 1571. A partir de entonces, el Santo Padre decretó que ese día como la fiesta del Santo Rosario, en recuerdo del auxilio celestial concedido por María Santísima, a quien el Papa y la Iglesia toda le atribuyó tan magnífica victoria. En 1573 el Papa Pío V estableció que se instituyera la fiesta de acción de gracias por la grandiosa victoria del cristianismo sobre el islamismo, decisiva para frenar las intenciones expansivas de este último, victoria que, como dijimos, desde un primer momento fue atribuida a la Virgen, sin cuyo auxilio el triunfo de las armas cristianas hubiera sido imposible. Además, el Papa San Pío V decide incluir el título de Auxiliadora a las Letanías de Loreto en 1571, por el mismo motivo, esto es, en agradecimiento a la Virgen por la victoria de la flota cristiana, que era muy inferior en número a los turcos musulmanes durante la batalla de Lepanto.
La segunda intervención, similar a la de la Batalla de Lepanto, sucedió a fines del siglo XVII: el emperador Leopoldo I de Austria, asediada la capital Viena por un inmenso ejército de 200.000 turcos otomanos, se refugió en el Santuario de María Auxiliadora en Pasau, y luego de planificar la batalla el 8 de septiembre, natalicio de la Virgen, y encomendándose a María Auxiliadora, los cristianos se lanzaron a la batalla, obteniendo una completa victoria y la liberación de Viena el 12 de septiembre, fiesta del Santo Nombre de María, Viena fue finalmente liberada. Toda Europa se había unido con el emperador gritando “¡María, Auxilio!” y rezando el Santo Rosario, por lo que esta gran victoria también se atribuyó a María Santísima.
         La intervención de la Virgen como “Auxiliadora de los cristianos” –y que decimos que todavía está en curso- inicia en el año 1860, año en el que Nuestra Señora se le aparece a San Juan Bosco, pidiéndole que precisamente se la honre con este título: “María, Auxiliadora de los cristianos”. El 14 de mayo de 1862, Don Bosco soñó acerca de las batallas de la Iglesia tendría que enfrentar en los últimos días. En su sueño, el Papa de esos tiempos anclaba el “buque” (que era la Iglesia) entre dos pilares. Uno de los pilares tendría en su parte superior una estatua de María Auxilio de los cristianos y el otro pilar tenía una gran Hostia eucarística. Según sus propios relatos, Don Bosco vio que una gran barca (la Iglesia) navegaba en un mar tempestuoso piloteada por el Romano Pontífice, y a su alrededor muchísimas navecillas pequeñas (los cristianos). De pronto aparecieron un sinnúmero de naves enemigas armadas de cañones (el ateísmo, la corrupción, la incredulidad, el secularismo, el gnosticismo de la Nueva Era, las sectas, el ocultismo, etc., etc.) y empezó una tremenda batalla. A los cañones enemigos se unen las olas violentas y el viento tempestuoso. Las naves enemigas cercan y rodean completamente a la Nave Grande de la Iglesia y a todas las navecillas pequeñas de los cristianos. Y cuando ya el ataque es tan pavoroso que todo parece perdido, emergen desde el fondo del mar dos inmensas y poderosas columnas (o pilares). Sobre la primera columna está la Sagrada Eucaristía, y sobre la otra la imagen de la Virgen Santísima. La nave del Papa y las navecillas de los cristianos se acercan a los dos pilares y asegurándose de ellos ya no tienen peligro de hundirse. Luego, desde las dos columnas sale un viento fortísimo que aleja o hunde a las naves enemigas, y en cambio a las naves amigas les arregla todos sus daños. Todo el ejército enemigo se retira derrotado, y los cristianos con el Santo Padre a la cabeza entonan un Himno de Acción de Gracias a Jesús Sacramentado y a María Auxiliadora. El sueño es detallado e incluye a varios papas. Con respecto a este sueño, decía así Don Bosco: “La Iglesia deberá pasar tiempos críticos y sufrir graves daños, pero al fin el Cielo mismo intervendrá para salvarla. Después vendrá la paz y habrá en la Iglesia un nuevo y vigoroso florecimiento”[1].
         ¿Corresponde esta visión a nuestros días? Pensamos que sí. Hoy, en nuestros días, podemos decir que la cristiandad está en gravísimos peligros, no solo similares a los de las invasiones musulmanas de las Batallas de Lepanto y Viena, puesto que los yihadistas –la facción beligerante del Islam- no solo atacan[2] y amenazan continuamente a Europa[3] y al Vaticano –la secta ISIS amenazó con llevar a cabo ejecuciones masivas en la Plaza San Pedro[4], además de amenazar directamente al Santo Padre[5], quien a su vez denunció que estamos viviendo “una Tercera Guerra Mundial por partes”[6]- sino que además se suma -además de estos ataques materiales-, una poderosa embestida en el plano espiritual a cargo de la secta luciferina llamada “Nueva Era”, “New Age”, o “Conspiración de Acuario”, que por medio del antiguo error gnóstico ha conseguido con gran éxito implantar la idea, incluso entre los cristianos, de que no son necesarios ni la Iglesia, ni tampoco los Sacramentos y mucho menos un Salvador. A esto se suman las recientes afirmaciones del Papa Benedicto XVI acerca de que “en la Iglesia se atraviesa una profunda crisis, como consecuencia de haber perdido la fe en la eterna condenación en el infierno”[7]. Sumado a esto, y en una situación jamás vista en dos mil años de vida de la Iglesia, asistimos azorados al espectáculo de contemplar cómo, desde su mismo seno, se intentan cambiar la fe, los dogmas y los sacramentos –como el del matrimonio y la confesión sacramental-, haciendo así realidad las palabras proféticas del Papa Pablo VI: “El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia”[8].
         Hoy, más que nunca, numerosos peligros acechan a la Iglesia y a la cristiandad toda, por lo que hoy, más que nunca, elevamos nuestras súplicas a María Santísima y le decimos: “¡María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros!”.



[1] http://www.corazones.org/santos/juan_bosco_historias.htm
[2] Cfr. http://www.infobae.com/2015/11/14/1769719-por-que-el-estado-islamico-eligio-paris-un-atentado-terrorista
[3] Cfr. http://www.clarin.com/mundo/Europa-yihadismo-explosivos-ataques-masivos_0_1582641765.html
[4] “Llegaremos a Roma y haremos ejecuciones masivas”, dice miembro de ISIS en entrevista; cfr. https://www.aciprensa.com/noticias/llegaremos-a-roma-y-haremos-ejecuciones-masivas-dice-miembro-de-isis-en-entrevista-61510/
[5] ISIS amenaza de muerte al Papa: “Conquistaremos Roma”; cfr. https://noticias.terra.com.ar/mundo/isis-amenaza-de-muerte-al-papa-conquistaremos-roma,a89e8c443edf5239c6479ed61d6a2fb565jbtu5z.html
[6] Cfr. Papa Francisco; http://es.catholic.net/op/articulos/54201/cat/763/el-papa-francisco-denuncia-que-estamos-viviendo-una-tercera-guerra-mundial.html
[7] Cfr. http://catholicvs.blogspot.com.ar/2016/03/el-papa-emerito-benedicto-xvi-rompe-su.html
[8] Cfr. http://forosdelavirgen.org/71312/como-podemos-interpretar-lo-de-pablo-vi-que-el-humo-de-satanas-se-infiltro-en-la-iglesia-2013-10-26/

viernes, 13 de mayo de 2016

Los pedidos y advertencias del cielo en las Apariciones de Nuestra Señora de Fátima


Las apariciones de la Virgen en Fátima, Portugal, constituyen una de las más grandiosas manifestaciones marianas de todos los tiempos y esto debido al contenido de su mensaje, que atañe tanto a la salvación personal, como a la del mundo entero. En estas apariciones, el cielo, a través de la Madre de Dios, nos recuerda qué es lo que debemos hacer, tanto para salvar el alma propia, como la de los pecadores: adoración y comunión eucarística, penitencia y sacrificios por los pecadores, rezo del Santo Rosario, reparación por los ultrajes que continuamente reciben los Sagrados Corazones de Jesús y María. Pero en estas apariciones el cielo nos advierte además acerca de los dos únicos destinos posibles en el más allá: o cielo, o infierno (el Purgatorio es la antesala del Cielo), por medio de las experiencias místicas los Pastorcitos, quienes experimentan dos clases distintas de fuegos: el fuego del Amor de Dios, que no arde y produce gozo y alegría celestial, y el fuego del Infierno, que sí produce dolor. Puesto que nadie va de modo “automático” ni al infierno ni al cielo, sino que esos destinos los merecemos de acuerdo a nuestras obras libremente realizadas, las apariciones de Fátima nos hacen reflexionar también acerca de si nuestra fe está viva, lo cual se demuestra con obras, o si por el contrario está muerta –lo cual se demuestra con ausencia de obras-.
Antes de las apariciones propiamente de la Virgen y como preparación para estas, se les apareció a los Pastorcitos un ángel, quien luego se identificó como el “Ángel de Portugal”[1]. En su primera aparición, el ángel les enseñó una oración de reparación a la Trinidad, relatada de este modo por Sor Lucía: “Pasaron tan solo unos segundos cuando un fuerte viento comenzó a mover los árboles y miramos hacia arriba para ver lo que estaba pasando, ya que era un día tan calmado. Luego comenzamos a ver, a distancia, sobre los árboles que se extendían hacia el este, una luz más blanca que la nieve con la forma de un joven, algo transparente, tan brillante como un cristal en los rayos del sol. Al acercarse pudimos ver sus rasgos. Nos quedamos asombrados y absortos y no nos dijimos nada el uno al otro. Luego él dijo: “No tengáis miedo. Soy el Ángel de la paz. Orad conmigo. Él se arrodilló, doblando su rostro hasta el suelo. Con un impulso sobrenatural hicimos lo mismo, repitiendo las palabras que le oímos decir: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman”. Después de repetir esta oración tres veces el ángel se incorporó y nos dijo: “Orad de esta forma. Los corazones de Jesús y María están listos para escucharos”.
En su Tercera Aparición, el Ángel de Portugal les enseña a adorar la Eucaristía, además de enseñarles las oraciones de amor y reparación a la Trinidad; finalmente, les da la Comunión bajo las dos especies: “Vimos a una luz extraña brillar sobre nosotros. Levantamos nuestras cabezas para ver qué pasaba. El ángel tenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él, en el aire, estaba una hostia de donde caían gotas de sangre en el cáliz. El ángel dejó el cáliz en el aire, se arrodilló cerca de nosotros y nos pidió que repitiésemos tres veces: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente, y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los méritos infinitos de su Sagrado Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se lo dio a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofreced reparación por ellos y consolad a Dios. Una vez más él se inclinó al suelo repitiendo con nosotros la misma oración tres veces: “Santísima Trinidad…” etc. y desapareció. Abrumados por la atmósfera sobrenatural que nos envolvía, imitamos al ángel en todo, arrodillándonos postrándonos como él lo hizo y repitiendo las oraciones como él las decía”.
El pedido de penitencia y sacrificios por la conversión de los pecadores es un pedido personal de la Virgen. En su Primera Aparición les dice a los Pastorcitos[2]: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros como reparación de los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?” -Si queremos. –“Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os fortalecerá”[3]. En la Tercera Aparición, vuelve a pedir que ofrezcamos sacrificios por la conversión de los pecadores y en reparación por los ultrajes contra su Inmaculado Corazón: “¡Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: OH, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. En la Cuarta Aparición: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, porque muchas almas van al infierno por no tener quien se sacrifique y rece por ellas”. En la Sexta Aparición: “Soy la Señora del Rosario (…) continúen rezando el Rosario todos los días”.
También el Ángel de Portugal les pide oración y sacrificios por los pecadores, en su segunda aparición: “¿Qué estáis haciendo? ¡Rezad! ¡Rezad mucho! Los corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. ¡Ofreced constantemente oraciones y sacrificios al Altísimo!”.
La Virgen les hace tener una experiencia mística del Amor de Dios y de su Presencia en la Eucaristía, enseñándoles una oración a Jesús Eucaristía: “Diciendo esto la Virgen abrió sus manos por primera vez, comunicándonos una luz muy intensa que parecía fluir de sus manos y penetraba en lo más íntimo de nuestro pecho y de nuestros corazones, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior que nos fue comunicado también, caímos de rodillas, repitiendo humildemente: “Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento””.
También el pedido de rezar el Rosario. En la misma aparición, les dice: “Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra”. En la Tercera Aparición les dice: “Quiero que vengáis aquí el día 13 del mes que viene, y continuéis rezando el rosario todos los días en honra a Nuestra Señora del Rosario con el fin de obtener la paz del mundo y el final de la guerra”.
La reparación también es pedida por la Virgen, con la devoción de los Cinco Primeros Sábados de mes, aunque esta devoción la especificará años más tarde, en otras apariciones, las de Pontevedra, España. En Fátima anunció el origen de la devoción: “(Jesús) quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. A aquellos que abracen esta devoción les prometo la salvación y serán predilectas de Dios estas almas, como flores puestas por Mi para adornar su trono”, y en Pontevedra especificó cómo debía ser[4]: “Ese día estando en mi habitación en Pontevedra, España, se me apareció la Santísima Virgen y, al lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La Santísima Virgen me ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo, me mostraba un corazón cercado de espinas que tenía en la mano”. Entonces dijo el Niño: “Ten compasión del corazón de tu Santísima Madre que está cubierto de espinas que los hombres ingratos le clavan continuamente sin que haya nadie que haga un acto de reparación para arrancárselas”. Y en seguida dijo la Santísima Virgen: “Mira, hija mía, mi corazón cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes, tú, al menos, procura consolarme y di que: Todos aquellos que durante cinco meses seguidos, en el primer sábado, se confiesen y reciban la Santa Comunión, recen el Santo Rosario y me hagan 15 minutos de compañía meditando en los misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, yo prometo asistirlos en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para su salvación”. “Ese día estando en mi habitación en Pontevedra, España, se me apareció la Santísima Virgen y, al lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La Santísima Virgen me ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo, me mostraba un corazón cercado de espinas que tenía en la mano”[5].
Dentro de todas las experiencias místicas que experimentan los Pastorcitos, hay dos que se destacan, además de la experiencia de recibir la Comunión Eucarística de manos del Ángel de Portugal: la experiencia del Amor de Dios, descripto como “fuego que no arde”, y la experiencia del Infierno. Con relación a la experiencia de Dios, decía así Francisco: “Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? Esto no lo podemos decir. Pero qué pena que Él está tan triste; ¡si yo pudiera consolarle!”. Muy distinta es la experiencia con el otro fuego, el del Infierno, que sí arde y duele, según el relato de Sor Lucía: “Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos. El reflejo de la luz parecía penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas trasparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevada por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero trasparentes como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: “Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzara otra peor”.
Con respecto a esta última, podemos hacer la siguiente observación: en nuestros días, se oculta la realidad del Infierno y sobre todo a los niños, pero en Fátima, la Virgen no solo no oculta la realidad del Infierno a los niños, sino que, en cierta medida, los transporta allí, pues los niños tienen una experiencia real y directa del Infierno, tan real, que Lucía exclama asustada. Si la Virgen misma, en persona, les hace tener esta experiencia mística del Infierno, para advertirnos acerca de las consecuencias del desamor, la indiferencia y la rebelión contra Dios, ¿acaso cabe acusar a la Virgen por revelar estas cosas a los niños? Por supuesto que no; la conclusión, entonces, es que no se debe ocultar esta realidad de la eterna condenación, como tampoco los medios que el cielo nos da para ganar el cielo: rezo del Rosario, penitencia, sacrificios, adoración eucarística. En favor de esto, podemos recordar que Jacinta, lejos de quedar “traumatizada” o “perturbada” por la experiencia del Infierno, se preguntaba aún “porqué la Virgen no mostraba el Infierno a los pecadores” -e incluso ella misma deseaba hacerlo-, porque sostenía que si la Virgen lo hacía, los pecadores se convertirían y no se condenarían. Estas son sus palabras: “¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!”. Jacinta también revela la causa principal de la condenación de muchas almas en nuestros días, los pecados de la carne: “Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne”.
Rezo del Santo Rosario, oración, penitencia, sacrificios, reparación, adoración a la Trinidad y a Dios Presente en la Eucaristía, recuerdo del cielo y del infierno: estos son algunos de los mensajes que la Madre de Dios nos transmite en las apariciones de Fátima, una de las más grandiosas apariciones marianas de todos los tiempos.





[1] http://webcatolicodejavier.org/VFapariciones.html
[2] http://www.corazones.org/maria/fatima/apariciones_nuestra_senora_fatima.html
[3] Cfr. ibidem.
[4] Mensaje del 10 de diciembre de 1925, Pontevedra, España.
[5] http://forosdelavirgen.org/3225/devocion-de-los-cinco-primeros-sabados/

sábado, 7 de mayo de 2016

La imitación de la humildad de María, raíz del apostolado de la Legión


         La humildad es una de las principales virtudes del cristiano y, por lo tanto, del legionario y de la Legión de María[1]. Es tan importante para la vida espiritual, que Jesús la recomendó personalmente a sus discípulos que la adquirieran, mediante su imitación: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Jesús es modelo de infinitas virtudes y todas las virtudes se encuentran en Él en un grado perfectísimo, pero recomienda sólo una: la humildad, puesto que la mansedumbre se deriva de la humildad. Esta virtud se origina en su Ser divino trinitario y esto quiere decir que el Ser de Dios, perfectísimo, es en sí mismo humilde, en cuanto que se opone a la soberbia diabólica y también humana. Si la humildad es la virtud por excelencia del Hombre-Dios, la soberbia es el pecado capital del Demonio en los cielos, y lo que le vale el ser expulsado de los cielos para siempre. La humildad es modestia que se opone a la vanidad; el humilde resta importancia a sus logros, lo cual no quiere decir que no obre para no obtener logros y así no pecar de soberbia al ser reconocido, sino que el humilde trabaja en perfección y obra perfectamente, pero no se vanagloria de ello, ni ante Dios, ni ante los hombres. El humilde es el que reconoce que todo lo bueno que tiene –dones naturales y sobrenaturales- lo tiene recibido de Dios y que todo lo malo que tiene –imperfecciones, vicios, defectos, pecados- proviene de la malicia de su corazón, tal como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas: “las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23)”.
Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21, 5 que, lejos de buscar su gloria (Jn 8, 50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 14ss); él, igual a Dios –consubstancial al Padre-, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2, 6ss); (Mc 10, 45); (Is 53). En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).
Esta humildad (“signo de Cristo”, dice san Agustín), la del Hijo de Dios, es imprescindible para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Éf 4, 2; 1 Pe 3, 8s), porque “donde está la humildad, allí está la caridad”, dice también san Agustín. Los que “se revisten de humildad en sus relaciones mutuas” (1 Pe 5, 5; Col 3, 12), buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (Flp 2, 3s; 1 Cor 13, 4s). En la serie de los frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gal 5, 22s): es decir, se reconoce la presencia del Espíritu Santo en una persona cuando es humilde, pero la humildad no se ve en los sermones y discursos, sino en los hechos.
La humildad es también el sello distintivo de María: siendo Ella la Madre de Dios, la Llena de gracia, la Inmaculada Concepción, la Inhabitada por el Espíritu Santo, el Jardín cerrado del Padre, el Tabernáculo de Amor del Hijo, la Esposa Amada del Espíritu Santo; teniendo el doble privilegio de ser Madre de Dios y Virgen y de estar por encima de todos los ángeles y santos en cuanto a grado de gracia, María Santísima, al escuchar la noticia del Ángel que le anuncia que será la Madre de Dios, la Virgen se humilla a sí misma y dice: “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38).
El legionario, por lo tanto, debe ser humilde –o, al menos, intentar vivir la humildad-, la cual no se limita a un mero comportamiento externo y social “correcto”. Dice el Manual del Legionario que en el hecho de que la Virgen aplasta la cabeza de la Serpiente, que es el Ángel soberbio por antonomasia, está el principio de la humildad para el legionario, porque al aplastar al ángel soberbio, el hombre ve también aplastada a aquel que, al igual que una serpiente que cuando muerde inocula su veneno, inocula en el corazón del hombre el veneno de la soberbia y de la rebelión contra Dios. La soberbia demoníaca, dice el Manual, tiene múltiples cabezas –como si fuera una hidra-; al aplastar la cabeza del Demonio, la Virgen aplasta esas múltiples cabezas. La Virgen es entonces modelo y fuente de humildad por dos vertientes: durante toda su vida, pero especialmente en la Anunciación, y al aplastar la cabeza del Demonio. Con su ejemplo, la Virgen nos ayuda a combatir, en nosotros, la presencia de ese mal demoníaco que es la soberbia: la vana exaltación –el pretender recibir el reconocimiento de todos, cuando la Virgen se humilla ante Dios-, el buscarse a sí mismo –pensar y querer que todo esté centrado en mi propio yo, cuando la Virgen busca a Dios y sólo a Dios-, la propia suficiencia –el legionario debe desconfiar de sus propias fuerzas y confiar solo en las fuerzas de María, que son las fuerzas de Jesús-, la presunción –creer que es posible vivir sin Jesucristo-, el amor propio –María ama a Dios con el Amor de Dios, el Espíritu Santo-, la propia satisfacción –pretender siempre estar cómodo, sin preocuparse por los demás-, el buscar los propios intereses –María no busca sus propios intereses, sino los de su Hijo Dios-, la propia voluntad –aquí es donde se manifiesta la soberbia de modo particular, sobre todo en la desobediencia, que lleva a cumplir  mi voluntad en vez de la voluntad de Dios, expresada en los superiores o en quienes hagan las veces de ellos.
Por lo tanto, para crecer en humildad, el legionario debe olvidarse de sí mismo y pedirle a la Virgen que sea Ella quien le infunda la humildad, tanto la suya, como la de su Hijo Jesús.



[1] Cfr. Manual del Legionario, Capítulo VI.