sábado, 5 de noviembre de 2016

El Legionario debe consagrarse a María según el método de San Luis María Grignon de Montfort


         El Legionario debe consagrarse a María según el método de San Luis María Grignon de Montfort
         Es muy conveniente que los legionarios realicen un pacto formal con María Virgen, según el método aconsejado por San Luis María de Montfort –en sus dos obras: La Verdadera Devoción a la Santísima Virgen y El Secreto de María-, por el cual se entrega a María todo nuestro ser, todo lo que somos y tenemos, toda nuestra vida, pasada, presente y futura: pensamientos, obras, posesiones y bienes espirituales y temporales, pasados, presentes y futuros, sin reserva alguna de ninguna clase[1].
         Se trata, en última instancia, de convertirnos en esclavos de María y, al igual que un esclavo, no poseer nada propio, depender en todo de María y entregarnos totalmente a su servicio.
         Se trata de convertirnos en esclavos, como un esclavo humano, pero cuando se comparan ambas esclavitudes, se observa cómo el esclavo humano es más libre que el esclavo de María, porque el esclavo humano sigue siendo dueño de sus pensamientos y de su vida interior y es por eso que sigue siendo libre en su vida interior; el ser esclavos de María implica la entrega total de pensamientos e impulsos interiores, con todo lo que ellos encierran de más preciado y más íntimo. De esto se sigue que el Legionario debe abstenerse de todo pensamiento y sentimiento malo, pues nada malo puede darse a María. Todo –buenas obras, oraciones, devociones, apostolado, rosarios, misas-, absolutamente todo, queda en manos de María, incluido el último segundo antes de la muerte, para que sea Ella quien disponga de nuestro ser. Por ejemplo, si rezamos un Rosario, se lo entregamos a María, para que Ella aplique las gracias que vea conveniente.
         Esto significa realizar un sacrificio de sí mismo sobre el ara del Inmaculado Corazón de María y es muy similar al sacrificio de Jesucristo mismo, quien comenzó este sacrificio sobre el ara del Corazón de su Madre en el momento de la Encarnación, lo hizo público en la Presentación y lo consumó en el Calvario.
         Esta verdadera devoción comienza en el acto formal de la consagración al Inmaculado Corazón de María y consiste en hacer de ella un hábito de vida. Es decir, consagrarse a María no significa entregarle a Ella un acto o un pensamiento aislado, sino todo acto y todo pensamiento, y no un día o dos, sino todo el día, todos los días, hasta el día de nuestra muerte. La consagración a María debe convertirse en un estado habitual de vida.
         Esto no significa que se deba estar pensando siempre y en todo momento en la consagración: así como nuestra vida terrena está animada y sostenida por la respiración y el latido cardíaco, y sin embargo no estamos atentos a ellos todo el tiempo, desarrollando nuestra vida normalmente, de la misma manera, la consagración o Verdadera Devoción nos anima y sostiene, aunque no reparemos en ella en el momento consciente y actual; basta que reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la Virgen, renovando interiormente, con jaculatorias y actos de amor a María, aunque basta con que reconozcamos de manera habitual nuestra dependencia de Ella, la tengamos siempre presente –al menos de una manera general-, de manera que la consagración a la Virgen arraigue profundamente en nuestros corazones y guíe todo nuestro ser y toda nuestra vida.
         Algo a tener en cuenta es que no se debe confundir el fervor sensible –me gusta, no me gusta, me siento bien, no me siento bien, tengo ganas de rezar, no tengo ganas de rezar- con la Verdadera Devoción, porque esta clase de fervor sólo origina sensiblerías e inconstancia. Aunque “no se sienta nada”, y aunque “no se tengan ganas de rezar”, lo mismo hay que hacerlo, porque la Verdadera Devoción nada tiene que ver con el estado de ánimo. Todavía más, dejarse llevar por el fervor sensible –rezar solamente cuando se tiene ganas, por ejemplo-, es caer en el pecado de pereza espiritual o acedia.
         El Manual da el ejemplo de los cimientos de un edificio, que permanecen fríos, aunque toda la fachada reciba el calor del sol: así sucede con la razón y con la decisión de consagrarnos a María, y sin embargo, son los cimientos de la Verdadera Devoción. Significa que, con el solo hecho de saber que me tengo que consagrar a la Virgen, lo debo hacer, aun cuando no “sienta” nada.
         San Luis María Grignon de Montfort une el cumplimiento y el otorgamiento de numerosísimas gracias, a la práctica de la Verdadera Devoción, es decir, a la consagración a la Virgen, si se cumplen las debidas condiciones.
         Los frutos de esta Verdadera Devoción son inmensos: profundiza la vida interior, comunica al alma la certeza de ir guiada y protegida en esta vida, hacia la vida eterna, le da la certeza de haber conseguido un camino seguro para llegar al cielo, el alma obtiene fortaleza, sabiduría, humildad sobrenaturales, además de numerosísimas otras virtudes. A cambio del sacrificio que supone realizar esta Consagración, entregándose uno voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se gana el ciento por uno. Dice así el cardenal Newmann: “Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos vencedores”.
         Hay algunos que ponen objeciones a la Consagración a María, como si todo se tratara de un intercambio egoísta de ganancias y pérdidas, cuando se les dice que deben entregar sus haberes en manos de su Madre espiritual, lo cual quiere decir que todos los méritos por las oraciones y obras buenas que hagamos, a partir de la Consagración a María, no nos pertenecen, sino a la Virgen. Es por eso que muchos dicen: “Pero si lo doy todo a María, ¿qué será de mí en el Juicio Particular, al presentarme al Juez Eterno con las manos vacías? ¿No se me prolongará el Purgatorio interminablemente?”. A lo cual responde un autor: “¡Pues claro que no! ¿Acaso no estará María en el Juicio?”.
         Lo mismo sucede con las cosas y personas por las que hay obligación de rogar: la familia, los amigos, el trabajo, la Patria, el Papa, etc.: se piensa que si se dan los tesoros espirituales que uno posee en manos ajenas, sin quedarse con nada, entonces es como si los desatendiéramos. Sin embargo, es un temor infundado, porque el mejor lugar en donde pueden ser depositados los tesoros espirituales para nuestros seres queridos, son las manos de María, Guardiana de los tesoros mismos de Dios. ¿Acaso no sabrá la Virgen conservar y mejorar aun los intereses de quienes ponen en Ella su confianza? La Virgen actuará como si fuéramos hijos únicos, y así nuestra salvación, santificación, necesidades, y la salvación de nuestros seres queridos, estarán presentes en primer lugar en el Corazón de la Virgen.
         Jesús y María multiplican las más pequeñas dádivas a niveles imposibles de imaginar, y el ejemplo es el muchacho que dio dos pescados y cinco panes, los cuales luego fueron multiplicados por miles y sirvieron para alimentar una multitud. Así como el muchacho, ni siquiera podía imaginarse el asombroso milagro que Jesús habría de hacer con su ofrenda, así también, el que se consagra a María, ni siquiera puede imaginarse los milagros que la Virgen habrá de obrar en su alma y las de sus seres queridos.
         Por último, la Consagración, sí exige un cambio interior profundo, el de la conversión eucarística y mariana del corazón, pero en cuanto a lo externo, no exige ningún cambio en la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se continúa con el mismo tiempo de antes, se ruega por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que se desee, lo único que cambia es que, en adelante, el alma se somete en todo a la voluntad de María.
        


[1] Cfr. Manual del Legionario, 6, 5.

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