martes, 24 de marzo de 2015

Solemnidad de la Anunciación del Señor




(2015)

         Todo en la Anunciación es sobrenatural, celestial y divino: el origen de la Encarnación del Verbo; la Madre que concibe y engendra el Verbo y, por supuesto, el mismo Verbo de Dios que se encarna en sus entrañas virginales.
El origen celestial, divino y sobrenatural de Jesús de Nazareth es muy explícito en los Evangelios: tanto a San José como a  María Virgen, los respectivos anuncios del Ángel no dejan dudas al respecto. A San José, en sueños, le dice: “Lo concebido en Ella viene del Espíritu Santo” (Lc 1, 34); en el saludo a la Virgen, es todavía más explícito: “Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). Por otra parte, el Evangelio detalla que la concepción se produce “cuando todavía no vivían juntos” (cfr. Mt 1, 18ss), es decir, que la concepción, claramente, no es de origen humano, sino celestial, divino, sobrenatural.
La Madre que concibe al Hijo de Dios, a su vez, no es una más entre tantas: es la Virgen María, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, que ha sido creada Ella misma, por la Trinidad, no solo sin la mancha del pecado original, sino además inhabitada por el Espíritu Santo, porque había sido destinada, desde la eternidad, a alojar en su seno virginal, en el tiempo, al Verbo de Dios Encarnado, con lo que, de esta manera, el nombre propio de la Virgen es el de: “Madre de Dios”, porque concibe y da a luz a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo encarnado, y como explica Santo Tomás, que se da el nombre de “madre” a la que da a luz a la persona, al dar a luz a la Persona Eterna del Hijo de Dios, la Virgen es “Madre de Dios”.
El Hijo de Dios, alojado en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación del Ángel, es la Segunda Persona de la Trinidad; es Dios, de igual majestad y poder que Dios Padre y Dios Espíritu Santo, porque las Tres Personas de la Trinidad poseen el mismo Acto de Ser divino, que es el que actualiza, desde la eternidad, a la naturaleza divina. El Hijo de Dios se encarna, por pedido del Padre, y es llevado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, desde el seno eterno del Padre, en el que vive desde la eternidad, hasta el seno virginal de María Santísima, en el que se encarna en el tiempo, para recibir de su Madre los nutrientes maternos con los cuales se alimentaría durante nueve meses, antes de nacer. La naturaleza humana del Verbo de Dios es creada en el momento de la Encarnación, desde el momento mismo en que no hay acción humana paterna. Esto significa que, en el momento de la Encarnación, se crea el alma humana de Jesús de Nazareth y se crea también su cuerpo humano, que al momento de la Encarnación posee el tamaño de una célula recién fecundada, el cigoto. Todo el material genético que debería ser aportado por el varón, que es lo que sucede en toda fecundación, al no existir aquí tal aporte, es creado en el momento de la Encarnación. Así, el alma y el cuerpo humanos de Jesús de Nazareth, es decir, la naturaleza humana del Verbo, es creada en ese momento y es unida hipostáticamente, es decir, personalmente, a la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios. Ésa es la razón por la cual la concepción de Jesús es de origen celestial. Este hecho, que la Encarnación se haya producido de esta manera, es decir, de origen celestial y sobrenatural, es de suma importancia para nuestra fe, porque el evento y la realidad de la Encarnación están estrecha e indisolublemente unidos al evento y la realidad de la Transubstanciación, milagro por el cual el Verbo de Dios continúa y prolonga, por el misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, su Encarnación. En otras palabras, porque Jesús de Nazareth es el Verbo de Dios Encarnado y no un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, ni el más santo entre todos, sino Dios Hijo en Persona, humanado, esto es encarnado, sin dejar de ser Dios, es que la Eucaristía no es un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino el mismo Verbo de Dios Encarnado, que prolonga su Encarnación en el santo sacramento del altar.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”, le dice el Ángel a la Madre Virgen, anunciándole así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareth.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo concebido en tu seno virginal, el altar eucarístico, será santo y será llamado Hijo de Dios, la Eucaristía”, le dice el Ángel a la Madre Iglesia, anunciándoles así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareht.
Por esto mismo, no debemos pensar que la celebración de la Solemnidad de la Anunciación se reduce a la conmemoración litúrgica, como si fuera un evento pasado, que quedó en la memoria de la Iglesia, pero que no tiene realidad ni conexión con el presente, con nuestro presente personal: celebrar la Solemnidad de la Anunciación del Verbo, significa ser partícipes, por la fe de la Iglesia, del hecho mismo de la Encarnación, porque la Encarnación del Verbo se prolonga en la Eucaristía. Por lo tanto, si por la liturgia de la Santa Misa participamos del misterio de la Encarnación porque Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía, entonces, para recibir a la Eucaristía, debemos imitar a la Virgen, que recibió a su Hijo en estado de gracia plena en su mente, en su corazón y en su seno virginal y esta imitación de la Virgen la logramos por la gracia, porque por la gracia podemos recibir a Jesús Eucaristía con pureza de cuerpo y alma.

Al comulgar, por lo tanto, tengamos presente que no recibimos un poco de pan, sino al Verbo de Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces, a imitación de María, recibamos la Verdad de la Eucaristía en nuestra mente, la deseemos con todo el amor de nuestro corazón y la recibamos en la boca, en estado de gracia. Y en silencio, desde lo más profundo del corazón, al recibir a Jesús Eucaristía, podemos decir, parafraseando a la Virgen: “He aquí tu esclavo/a, Señor, hágase en mí según tu voluntad”.

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