miércoles, 14 de marzo de 2012

Los misterios de la Virgen María (VIII)




¿Puede la salvación de un alma, por toda la eternidad, depender de un solo nombre? Sí, puede, y es el nombre de María. Porque si bien nuestro Señor Jesucristo es el Redentor y el Salvador de toda la humanidad, María Santísima es también Corredentora de todos los hombres, puesto que a Ella le ha sido confiada la custodia materna de la humanidad entera, y todo aquel que invoque el dulce nombre de María, llamándola como un niño llama a su madre, puede estar cierto de que Ella lo asistirá en su última agonía.
Nuestro Señor Jesucristo nos consiguió la salvación con su muerte en Cruz, y al mismo tiempo encargó a su Madre que nos cuidara a todos como a hijos suyos muy queridos. Por este motivo, acudir a María Santísima, en la tentación, para salir triunfantes y victoriosos, equivale a acudir al mismo Jesucristo. ¡Qué misterio el de María Santísima, que siendo una frágil mujer hebrea, le haya sido concedido, por designio de la Trinidad Santísima, la asistencia de los cristianos en la lucha contra la tentación! Son los santos quienes afirman que todo aquel que acuda a María en la lucha contra la tentación, contra el demonio, el mundo y la carne, saldrá triunfante.
Lamentablemente, muchos cristianos olvidan esta misteriosa verdad, y piensan que si invocan a la Madre, el Hijo no les prestará atención, cuando en realidad, es todo lo contrario. Muchos cristianos hacen a menos la devoción a María, sin considerar el enorme misterio de salvación y gracia que su dulce nombre encierra. ¡Cuán equivocados se encuentran los cristianos que creen que no es necesario acudir a la Madre para obtener el Amor del Hijo!
No en vano nos advierten los santos, de no perder nunca de vista este Faro de luz que nos guía en la tormenta, esta Estrella del alba que nos anuncia la llegada del sol, esta Luz esplendorosa que ilumina las tinieblas. Dice así San Bernardo: “Quitad el sol, ¿qué será del día? Quitad del mundo a María, ¿qué quedará sino tinieblas?”. Y San Alfonso María de Ligorio: “Desde el punto en que un alma pierde la devoción a María es invadida de densas e impenetrables tinieblas, de aquellas tinieblas de las cuales, hablando el Espíritu Santo, dice: ‘Ordenaste las tinieblas y se hizo noche: en ella transitará toda fiera del bosque’. Apenas deja de brillar en un alma la luz divina y se hace en ella la noche, se trocará en cubil de pecados y en morada de demonios”. Y el mismo San Alfonso cita, a su vez, a San Anselmo: “¡Ay de aquellos que menosprecian la luz de este sol”, es decir, que tienen poca devoción a María.
Y para darnos una idea del maravilloso don del cielo que consiste la devoción a María, citamos el caso, narrado por San Alfonso, de la intervención de María Santísima a favor de quienes le demuestran su amor filial por medio de una piadosa devoción. Es el caso de un canónigo, muy devoto de la Madre de Dios, que sintiéndose próximo a morir, llamó a sus hermanos en religión, rogándoles que lo asistieran en un momento tan trascendente. Repentinamente, comenzó a temblar y a cubrirse de un temblor frío. “¿No veis a estos demonios que me quieren arrastrar al infierno?”, gritó con voz temblorosa. Hermanos míos, implorad en mi favor el nombre de María; espero que Ella me dará la victoria”. Todos los presentes se pusieron a rezar las letanías de la Santísima Virgen, y cuando dijeron la invocación: ‘Santa María, ruega por él’, dijo el moribundo: “Repetid, repetid el nombre de María, porque ya estoy en el tribunal de Dios”. Luego dijo: “Verdad que hice esto; pero también lo es que he hecho penitencia de ello”. Vuelto a la Virgen, exclamó: “¡Oh María, si venís en mi ayuda, me salvaré!”. Luego los demonios lo asaltaron, tratando de desesperar su alma, pero el moribundo se defendía persignándose con un crucifijo e invocando el nombre de María.
Así pasó toda la noche; al día siguiente por la mañana, tranquilo y sonriente, dijo el sacerdote, de nombre Arnoldo, lleno de alegría: “María, mi augusta Reina y mi refugio, me ha alcanzado el perdón y la salvación”. Luego, con los ojos puestos en María, que le invitaba a seguirla, dijo: “Ya voy, Señora, ya voy”. Y haciendo un esfuerzo para levantarse, expiró tranquilamente.
¡Con este ejemplo vemos cómo debemos recurrir a María Santísima, nuestra Madre del cielo, si queremos salvar nuestras almas!

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